Lo Que Mi Madre Nunca Me Dijo

Cuando pienso en mi madre, una parte de mí se llena de un pesar profundo, ese que viene del entendimiento tardío. Ella vivió su vida sin pedir nada, ni de mí, ni del mundo y, sin embargo, ahora entiendo que lo único que buscaba era mi felicidad. Mi madre, no necesitaba regalos, ni palabras grandiosas; su satisfacción era verme bien, aunque yo, en mi juventud egoísta, no lograba percibirlo.

 

Por Ehab Soltan…… De (Ella es Mi Madre)

 

Hoylunes – A lo largo de mi vida, mi madre me enseñó muchas cosas, pero nunca lo hizo a través de largas lecciones o charlas extensas. Sus enseñanzas venían envueltas en gestos sencillos, en detalles cotidianos que muchas veces pasaron desapercibidos para mí. Me mostraba el camino con su ejemplo silencioso, con esa fuerza que solo emana de alguien que ha vivido profundamente, pero lo que nunca me dijo, lo que nunca pude escuchar de sus labios, es lo que más me ha marcado hoy, cuando su ausencia pesa más que cualquier palabra.

Mi madre vivió su vida sin pedir nada. Ni de mí, ni del mundo. Nunca exigió más de lo que tenía y parecía estar en paz con las pocas cosas que la vida le ofreció. A veces me pregunto cómo lo hacía, cómo soportaba los golpes de la vida con una serenidad que me parecía tan incomprensible cuando era joven. Siempre pensé que habría algo que deseaba, que anhelaba en silencio, pero lo que no me dijo fue que su única necesidad, su mayor satisfacción, era verme bien. Yo, cegado por mi propio mundo, nunca supe verlo.

Ella creía en Dios con una fe inquebrantable, una conexión profunda que la sostenía en los momentos más difíciles. Esa fe, aunque silenciosa, estaba siempre presente, como un ancla que la mantenía firme ante los embates de la vida. Pero lo que nunca me dijo fue que, mientras yo me alejaba de esa fe, ella rezaba por mí, esperando que un día yo también encontrara esa paz que ella poseía. Nunca me dijo que su tiempo se agotaba, que cada día que pasábamos juntos era un regalo que, en mi juventud, no supe apreciar.

Recuerdo cómo me apoyaba en su pecho cuando era niño, cómo sus brazos siempre estaban abiertos para recibirme, sin importar cuán lejos me hubiera ido. Pero con el tiempo, dejé de buscar ese consuelo. Me volví distante, cada vez más envuelto en mis propios problemas, en mis propias metas. Lo que mi madre nunca me dijo fue que, aunque yo me alejaba, su corazón seguía latiendo por mí, cada día, cada hora, sin esperar nada a cambio.

Fui ingrato, lo sé. La comparaba con otras madres que veía más modernas, más relajadas, sin darme cuenta del sacrificio inmenso que ella hacía por mí. La criticaba en silencio, pensando que no entendía mis necesidades, cuando en realidad era yo quien no comprendía las suyas. Cuando me regañaba, me molestaba. No soportaba su preocupación constante, la veía como una carga, una barrera que me impedía ser libre. Nunca me dijo que su preocupación era la manifestación más pura de su amor, un amor que era demasiado grande para que yo, en ese entonces, pudiera comprender.

Hoy, mirando atrás, me duele pensar en todo lo que no le dije. Nunca le agradecí lo suficiente. Nunca le dije cuánto significaba para mí, ni cuánto la admiraba por su fuerza, su bondad, su paciencia. Nunca le dije que, aunque no lo mostrara, su amor era lo único que realmente me sostenía en los momentos difíciles. ¿Por qué no me dijo que un día la extrañaría tanto? Que sus palabras, que tanto me molestaban en mi juventud, serían lo que más desearía escuchar ahora, cuando ya no está para decírmelas.

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